Desde mi temprana infancia, me sentí «extranjera» en mi propia tierra. Era como si no encajara, como si no perteneciera realmente al lugar donde había nacido. No es que fuera infeliz, pero había una sensación persistente de desadaptación, de rechazo hacia la idea de regresar después de cada viaje. Al salir de mi país, me sentía expansiva, libre. Pero al regresar, incluso si era por vacaciones o poco tiempo, la ansiedad y la frustración me envolvían.

Todo cambió cuando escuché el testimonio de otra persona con una experiencia similar. Sus palabras me tocaron profundamente y algo dentro de mí comenzó a moverse. Años después, visité el país de origen de mis ancestros y, para mi sorpresa, sentí una urgencia casi inexplicable de mudarme allí. Era una sensación de pertenencia tan fuerte que parecía ilógica, pero también innegable. Finalmente, siendo ya adulta y con descendencia, logré hacerlo realidad.

Tiempo después, pude confirmar con mi padre que mi bisabuelo había muerto en mi país de nacimiento sin poder regresar a su tierra natal. Se había «dejado morir de tristeza» por no poder volver. Esta historia resonó en mí como una llave que desbloqueaba algo muy profundo.

Recuerdo un momento clave, pocos meses después de una constelación familiar, donde me sorprendí refiriéndome a mi país de nacimiento como «mi país». Nunca antes lo había llamado así. Fue como si una cortina tupida se descorriera y pudiera ver con claridad lo que siempre había estado ahí.

Desde entonces, cuando visito mi tierra natal, lo hago con alegría y gratitud. Ya no hay ansiedad, ni rechazo. Aunque no tengo interés en vivir allí por ahora, el peso que solía acompañar el retorno desapareció por completo.

La transformación comenzó en el momento de la constelación y fue haciéndose consciente poco a poco, como un amanecer que disipa la oscuridad. Pude agradecer y, sobre todo, dejar ir.

El cambio se ha mantenido. Ha pasado un año desde aquel momento y esta paz interior sigue firme, intacta.

Gracias, gracias, gracias

MM